“Perdónenme si les
llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien”, subrayó
Groucho Marx.
Carmen y yo hemos establecido un
reparto de funciones casi perfecto, después de 28 años de matrimonio.
Exceptuando contados servicios de electricista, conductor, transportista y
porteador, ella se ocupa de todo lo necesario para llevar adelante nuestro
hogar y a nuestros hijos, ante los cuales también represento el rol de
sermoneador oficial cuando la ocasión lo ha requerido, afortunadamente más en
tiempos pretéritos. Así pues, mi esposa es quien cumplimenta millares de
acciones útiles, mientras yo me
dedico a temas inútiles, tales como perder al ajedrez o escribir estas
cotidianas crónicas.
Existen
zonas enteras de la casa que me son enteramente desconocidas, y el mejor
ejemplo es la cocina. Aunque sea un glotón impenitente, mis únicas competencias
culinarias se reducen a calentar leche con el microondas y abrir latas en caso
de emergencia. Pero estoy aprendiendo, y una reciente área de nuevo
conocimiento es la compra, tarea en la que mi cometido anterior se ceñía a
empujar el carro y procurar no perderme en el supermercado. Hoy mismo hemos
acudido a un comercio especializado en perfumería. Carmen, mientras completaba
su extensa compra para toda la familia, me ha encomendado adquirir mi propio
champú, indicándome la zona oportuna.
Me he dirigido a la
estancia y súbitamente me he enfrentado a toda una pared repleta de envases con
todo tipo de tamaños, formas, colores y precios. Es sorprendente comprobar que
existen más estanterías con champú en una sola tienda, que anaqueles de libros
en la biblioteca municipal. Con la vacilación del profano me he aproximado a
una repisa y me he tranquilizado al leer el primer rótulo: “Para caballeros
normales”. Sin dudarlo un instante he elegido el producto, a pesar de su
receptáculo extravagante de color verde refulgente.
Cuando orgullosamente me
alejaba en busca de Carmen con mi compra zanjada, me ha picado la curiosidad
por ver otras alternativas de cosmética masculina. He desechado otras dos
opciones igualmente coloristas para “caballeros secos” o “caballeros
grasos”, aunque quizá por mi peso me ajuste más al último grupo. Carmen me
ha sugerido usar las gafas de presbicia y ha esclarecido que donde yo leía
“caballeros” decía “cabellos”, aunque aceptaba el champú.
Si bien Confucio
recordaba que “un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores
que sus hechos”, y sabiendo que consiste en obrar como caballero, el serlo,
a la vuelta a casa, sólo me quedaba como excusa disertar sobre
caballeros-normales. Le he recitado a Carmen mi preferida cita de
Fray Antonio de Guevara, en versión
actualizada: “Lo que al educado [caballero] le hace ser educado
[caballero] es ser medido en el hablar, largo en dar, sobrio en el comer,
honesto en el vivir, tierno en el perdonar y animoso en el trabajar
[pelear]”. He cumplido con otra máxima de
Gertrude Stein:
“Lo normal es
mucho más sobriamente complicado e interesante”.
Carmen no me ha prestado mucha
atención y ha concluido que no estoy preparado para comprar nada. He preferido
no mentar que nos hallamos en el año del “caballero
de la triste figura”. Definitivamente, en pleno siglo XXI,
cuando ya somos obsoletos quienes nacimos el año (1953)
en que se estrenó
”Los caballeros las prefieren rubias”
con
Marilyn Monroe,
la denominación de caballeros queda
reservada exclusivamente para diferenciar ciertas estancias donde todavía el
género determina la postura.
Publicación
a partir del 23-12-2005 en los medios de comunicación colaboradores, como el
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