La propia infancia es un
país, o, al menos, debiera serlo; lástima que, al crecer, perdamos la
nacionalidad...
Los años de la niñez son
para cada uno de nosotros los tiempos más fabulosos de la historia. He vivido
intensa y constantemente en el recuerdo de mi propia infancia, siempre presente
en mi alma. Con el transcurrir de los años, he llegado a tres conclusiones, que
quisiera compartir con los supuestos lectores que en algún sitio pudieran
aparecer.
1ª) La propia infancia es
un país plagado de difuntos presentes. La mayoría de los personajes con los que
convivimos en nuestra niñez han ido desapareciendo gradualmente. Mis bisabuelos
Isabel y Pedro, mis abuelos, mis padres, y otros muchos de quienes más aprendí
habitan ya entre las estrellas del cielo. El peso de los grandes protagonistas
infantiles persiste en nuestra memoria, tanto más vigentes cuanto más etéreos.
2º) La propia infancia es
un país cargado de vivencias. Las experiencias más significativas y decisivas
se producen en las edades más tempranas. Los sucesos se aceleran y atropellan
en nuestros primeros años; a menudo, sin que puedan ser entendidos en su
momento por quienes los vivimos y los aceptamos como inevitables. Esas
vivencias moldean crucialmente nuestro espíritu.
3º) La propia infancia es un país rebosante
de claves. La vida paulatinamente nos descubre las soluciones que explican lo
que nos asombró durante la inocencia de nuestra niñez. La existencia va
adquiriendo su significado progresivamente. El descubrimiento de los secretos y
la magia del aprendizaje son máximos en las etapas incipientes; luego el
escepticismo y, lo que es peor, la indiferencia se van apropiando de n osotros.
Por todo ello, muchos
reivindicamos el retorno a los valores de la infancia, a los hallazgos propios
de la niñez. No es nuevo el mensaje de la infancia como la patria común de
todos los mortales.
Antoine de Saint-Exupery señaló que
“la infancia es la patria de todos los hombres”. Más matizadamente,
Georges Bataille apuntaba que “la
literatura es la infancia al fin recuperada”.
Otra conclusión también
se deriva: La trascendencia de la educación infantil y primaria. Y
necesariamente a través de educadores que coincidan con el pedagogo suizo
Edouard Claparede, cuando sentenció
que “todo el sentido que se da a la educación depende del significado que
cada uno atribuya a la infancia”. De ahí la necesidad de que todos los
adultos, pero especialmente quienes somos padres o educadores, interpretemos
debidamente la etapa de la infancia. Con la misma atribución que otorgamos a
nuestra propia niñez, desde la percepción más personal.
Sólo así descubriremos
que la razón última es que “la infancia es un país repleto de amor”, ese deseo
de imitación divina. El escritor
Gilbert Keith Chesterton relataba:
“Dios crea cada margarita separadamente, y nunca se cansa de forjarlas.
Puede ser que Él tenga el apetito eterno de la infancia. Porque nosotros hemos
pecado y envejecemos, pero nuestro Padre es más joven que nosotros”.
Un proverbio turco
asegura que “el amor devuelve a los viejos sabios a la infancia”. Otros
sugieren que el amor no envejece nunca,… muere en la infancia. Una razón más
para perseverar en los valores infantiles de la incansable pasión por el juego,
por la amistad y por el afecto. Hagamos que nuestra vida contradiga ese
pesimista presagio que insinúa: “la infancia es una eterna promesa que nadie
jamás mantiene”.
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