Aprendamos de una
tragedia, en prevención de próximos desastres, y para una mejor atención a las
víctimas presentes y futuras.
El
29 de agosto el huracán
Katrina asoló los Estados costeros de
Louisiana,
Mississippi
y
Alabama,
siendo
New Orleans (Louisiana)
la principal ciudad afectada al desbordarse los diques de 7 metros que protegen
la mayor parte de sus barrios que se encuentran bajo el
nivel del mar y bordeados por el
río Mississippi y el lago
Pontchartrain.
Un millón de personas fue desplazado, siguiendo las órdenes de evacuación
emitidas desde el 28 de agosto, en una crisis humanitaria a escala desconocida
en los Estados Unidos desde la “gran depresión” sucedida entre 1929 y 1939. Se
anegaron 233.000 km², un área similar a la de todo el Reino Unido.
La muerte de casi un
millar de personas (973 registrados hasta el 20 de septiembre, de los que 936
corresponden a
Louisiana)
y los millones de damnificados, junto a los daños materiales cuya recuperación
exigirá sólo en el primer año más de 200.000 millones de dólares estimados, ha
convertido a este ciclón tropical en el más desastre natural más destructivo,
superando ampliamente al huracán
Andrew
de 1992 (26 muertos, 3 de ellos en las Bahamas, y 27.000 millones de dólares de
pérdidas materiales).
El
huracán
Katrina
es el cuarto
huracán de categoría 5, la más destructiva de la escala Saffir-Simpson, que
hace impacto en el territorio continental de EEUU desde que existen registros
de este tipo de tormentas, si bien al penetrar en la costa se fue rebajando
rápidamente de nivel. Constituye una catástrofe infrecuente
de la naturaleza desatada,
si bien no comparable con el cataclismo oceánico del
tsunami que devastó el sureste asiático en las navidades pasadas de 2004.
En
el caso del
Katrina
hubo previsión de su llegada, instrucciones de evacuación y alguna capacidad de
anticipación, pero no la prevención y el socorro que cabía esperar de una
sociedad rica y avanzada como se supone que es la mayor superpotencia del
inicio del siglo XXI. Todo ello es producto de una determinada cultura política
que arrincona la iniciativa pública, subestimando una serie de amenazas
sociales y naturales, mientras amplifica otras de interés para las
corporaciones armamentísticas como el riesgo de ataques terroristas (por
ejemplo, desde Iraq con imaginarias armas de destrucción masiva).
Las
imágenes difundidas ponen de manifiesto la existencia de un “cuarto mundo” de
pobreza en la trastienda de una nación socialmente muy dispar, con un alto
crecimiento económico pésimamente repartido y con una cobertura pública ínfima.
Son reflejo del efecto continuado de las políticas neoliberales y
neoconservadoras que se exhiben desde la Presidencia estadounidense y que se
propagan a través del proceso de globalización internacional. Se aprecian en el
minimalismo de lo público (del Estado), en los sectores fundamentales y
críticos como la educación, la sanidad o la vivienda, y no llega a percibirse
en sus más trágicos efectos hasta que una hecatombe los exterioriza.
Hechos
contundentes demuestran cómo la Casa Blanca desvió fondos para el proyecto
urgente de mejorar las presas y las estaciones de bombeo en Louisiana hacia la
guerra en Irak. Esa misma contienda explica que no haya suficientes efectivos
de la Guardia Nacional en los Estados sureños, los más pobres y expuestas de
los EE.UU., que son justamente los que más tropas aportan para ser
transportadas a destinos tan remotos. La ausencia de infraestructuras de
Protección Civil, al estilo europeo, significa que únicamente personal militar
pueda acometer en una sociedad tan fuertemente armada la tarea de socorro,
ofreciéndose imágenes insólitas de rescatadores pertrechados con chalecos
antibalas y rifles.
Puede parecer extraño
entremezclar el belicismo de George W. Bush con la respuesta desde los poderes
públicos ante una catástrofe de origen natural, pero los recursos humanos y
presupuestarios siempre son limitados, por lo que el esfuerzo dirigido hacia la
indiscutible hegemonía militar se detrae de otras partidas que podrían
destinarse a fines mucho más solidarios dentro y fuera de las fronteras
estadounidenses.
 En una democracia la
opinión pública debe aprender a dirigir su voto, especialmente cuando una
calamidad de origen natural causa una mortandad tan alta entre sus
conciudadanos menos pudientes. Abandonar el militarismo galopante y luchar
contra la pobreza, sobre todo en el país de las grandes desigualdades, es una
necesidad urgente que los gobiernos de cualquier signo y latitud abordarán
cuando la sensibilidad social colectiva lo exija perentoriamente, y no por
razones compasivas ante las víctimas de una calamidad, sino por mera justicia
equitativa y solidaridad distributiva. El siglo XXI requiere soluciones
políticas nacionales e internacionales que superen el individualista lema del
“¡Sálvese quien pueda!”.
Publicación
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