Un eclipsado debate
tras 8 Leyes Orgánicas educativas aprobadas en 25 años. Demasiadas reformas
para seguir distanciados de la Europa más avanzada.
La educación es una tarea
generacional, prolongada a lo largo de la vida, que afecta intensivamente a los
más jóvenes, en un inigualable esfuerzo colectivo donde participan familias,
profesorado, alumnado y el conjunto de la sociedad. Todo ello requiere un marco
político y administrativo consensuado, con vocación de larga permanencia en el
tiempo para garantizar el máximo aprovechamiento de tan ingentes recursos
humanos y materiales.
La educación es
responsabilidad de la familia, que delega en la enseñanza parte de sus
funciones. La formación se estratifica en etapas, desde la educación infantil
hasta la formación profesional o la universidad, y en planos de actuación
abarcando desde el autoaprendizaje, el aula, el centro, la red o el sistema
global. En el Estado español, con las competencias educativas transferidas a
las Comunidades Autónomas, una nueva
Ley Orgánica de Educación (LOE)
ha despertado un doble debate, interno entre docentes y público donde se
enfrentan algunas visiones opuestas (asignatura de religión, concertación de
centros privados,…).
El proyecto de LOE
presentado por el
Ministerio de Educación y Ciencia
para su tramitación en el Congreso ha sido calificado de muchas formas, según
la perspectiva de los analistas. Puede definirse como un texto reducido, no
excesivamente pormenorizado ni intervencionista, que busca soslayar los mayores
escollos con los sectores más influyentes sin negar su inspiración
“socialista”. Quizá la LOE sea una concreción del “talante Zapatero”, que -con
paradojas y contradicciones- busca la máxima mayoría parlamentaria.
Repasemos algunas
inconsistencias. En la exposición de motivos, declara que las evaluaciones
internacionales recientes, como
PISA
(trianual) y
TIMMS (cuatrianual), ponen de manifiesto que es posible combinar calidad
educativa con equidad en su acceso, pero la LOE ni propone mecanismos urgentes
de mejora (que obligarían a una mayor inversión), ni menciona las “devastadoras
conclusiones del Informe Pisa” que denuncia el Consejo de Estado de
Educación, máximo órgano consultivo que en su preceptivo dictamen proclama: “Parece
como si el anteproyecto tratara sólo de modernizar el sistema educativo y no de
corregir tendencias a la baja calidad que son de dominio público y preocupan a
la sociedad…”.
Entre las incoherencias,
sobresalen algunas. Propone el carácter “complementario” de las redes escolares
pública y concertada, porque reconocer la “subsidiariedad” sería impresentable
en nuestra realidad educativa continental, aunque luego en el articulado separe
tajantemente entre centros públicos y centros sostenidos con “fondos públicos”
(que incluiría a los privados concertados). Igualmente se pregona la autonomía
de los centros docentes, pero no se facilitan instrumentos para ello en la
escuela pública. Presume como gran novedad un área de “educación para la
ciudadanía”, sin que se sepa quién impartirá tan difuso y discutible contenido.
En su última redacción ha
incorporado el “esfuerzo individual de los alumnos”, como uno de los principios
de la educación y como uno de sus fines “el mérito y el esfuerzo personal”.
Este eslogan de la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) era uno de
los aspectos más rescatables de la ley del PP, y aunque el PSOE se negaba a
destacar su presencia, al final la obviedad se ha impuesto. Afortunadamente en
la disposición final primera se pregona que el primer deber básico de los
alumnos es… estudiar (lo que lamentablemente parece pertinente por un
inexplicable olvido muy extendido).
El porcentaje de
contenidos básicos de las enseñanzas básicas, 55% en las Comunidades Autónomas
con lengua cooficial y 65% para las restantes, ha sido otro punto de polémica
política artificial en prensa. Los educadores sabemos que la realidad escolar
del siglo XXI exige un núcleo planetario absolutamente común (no en el Estado,
ni en Europa siquiera), que es lo que se mide en las evaluaciones
internacionales (matemáticas, ciencias, primera lengua,…). Igualmente sólo
alguien ajeno a la práctica docente puede negar la indispensable adecuación
curricular que desde la escala no sólo autonómica, sino de centro, de
profesorado, de aula y de cada miembro del alumnado ha de programarse.
Otra espinosa controversia
se centra en la enseñanza de la religión. La disposición adicional segunda
comienza desacertadamente: “La enseñanza de la religión se ajustará a lo
establecido en el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales suscrito entre
el Estado español y la Santa Sede,…”. Pareciera que la enseñanza religiosa
no fuese una frecuente demanda familiar, de un alto porcentaje de madres y
padres que la consideran esencial. Su deseo legítimo, al igual que el de
quienes prefieren que sus hijos e hijas no reciban enseñanza confesional
alguna, debe ser garantizado, al igual que los derechos de los docentes de
estas materias. La opción más aceptable sería una materia de oferta obligatoria
en todos los centros en sus versiones confesional (de todas las iglesias con
representación significativa) y no confesional, para la aceptación voluntaria
por parte de las familias. Debiera ser evaluada didácticamente para su
notificación familiar, aunque no computable a ningún efecto académico (becas,
promoción,…). El apartado 3º, que otorga a la entidad religiosa la condición de
empleador y establece el pago delegado, no parece satisfacer ni al profesorado
implicado, ni a las jerarquías eclesiásticas, por lo que parece inviable
semejante variación unilateral de empleador cuando ni el receptor ni los
trasferidos lo asumen. También sería de justicia la equiparación académica y
salarial de este colectivo que reúne a más de 17.000 docentes en el Estado.
Entre sus cualidades, la
LOE se destaca porque simplifica la proliferación de leyes educativas y de sus
correspondientes reglamentos emitidos desde 1990, derogando -además de otras
leyes menores- la LOGSE (Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema
Educativo de 1990), la LOPEG (Ley Orgánica de Participación, Evaluación y
Gobierno de los Centros Docentes de 1995), y la LOCE (Ley Orgánica de Calidad
de la Educación de 2002). La litigada LODE (Ley Orgánica del Derecho a la
Educación de 1985), corrigiendo algunos de sus excesos, queda drásticamente
reducida a una cincuentena de artículos (de sus 63 artículos iniciales), e
incluso también son abolidos o reformulados muchos apartados de los artículos
vigentes por la disposición final primera del anteproyecto. Desafortunadamente,
el anteproyecto delira cuando, en su apartado 5º de la citada disposición,
introduce un disparatado y encubierto derecho a la huelga del alumnado menor de
edad, que ni respeta las responsabilidades, derechos y deberes de los padres,
ni mejora la participación discente en la organización escolar. Debería
suprimirse este enunciado, sin perjuicio de recoger adecuadamente el derecho de
reunión en el centro escolar, respetando los horarios de actividad y los
derechos de cuantos constituyen la comunidad educativa, previa comunicación a
la dirección o de acuerdo con ella.
Las preconizadas
“evaluaciones de diagnóstico”, al finalizar el segundo ciclo de Primaria (10
años) y al concluir el segundo curso de la Secundaria obligatoria (14 años),
pueden ser reconocidas como puntos positivos por su carácter formativo y
orientador, sin la estricta connotación de reválida (que la LOCE promulgaba) y
que al medir currículos (y no competencias) podría condicionar y uniformar
excesivamente la necesaria autonomía docente para atender a la diversidad
discente. De este modo, queda una medición objetiva de la Primaria, antes de su
tercer ciclo, y otra graduación en la crítica edad intermedia de la ESO, cuando
en 3º parece que muchos de nuestros estudiantes encuentran súbitamente todos
los obstáculos en lo que parecía un generalizado progreso modélico. Más dudosa
es la supresión de la PGB (Prueba General de Bachillerato), prevista en la LOCE
y común en toda la Unión Europea (salvo en Grecia y Portugal).
El retardo de los
itinerarios hasta 4º de la ESO es oportuno y paneuropeo, cuando aparecen tres
materias de modalidad y algunas optativas, retrasando el prematuro adelanto de
la LOCE. Igualmente resulta conveniente la suavización en el número de
asignaturas no superadas para promocionar de curso, porque nuestro retardo
medio no mejora ni la calidad ni la equidad, y porque son más efectivas las
medidas de refuerzo dirigidas hacia la superación final. El clamor contra la
“promoción automática” ni es exacta, ni se corresponde con la reglamentación de
los países de referencia educativa.
El reagrupamiento en tres
bachilleratos de Ciencias y Tecnología, Humanidades y Ciencias Sociales, y
Artes es acertado. La fusión en el primero de ellos de los antiguos
Bachilleratos de Ciencias de la Naturaleza y de la Salud junto al de Tecnología
era necesaria, y debería servir para incrementar el flujo hacia esta modalidad.
Únicamente entre las materias comunes del Bachillerato, previstas en el
artículo 34, debería incorporarse el metalenguaje omnipresente de una
“Matemática Aplicada”.
Las insuficiencias de la
LOE son variadas. El avance que supone la declaración de carácter educativo de
los dos ciclos de Educación Infantil (superando el anacrónico nombre de
Preescolar que reitera el PP), queda desdibujado por no abordar este período en
tres ciclos bianuales (como todo el resto de la educación hasta el diseñado en
el Espacio Europeo de Educación Superior). La espuria razón para este lastre es
la inercia anterior y la insuficiente financiación dedicada a esta etapa, que
da lugar a discrepancias totales entre Administraciones Educativas donde se
retarda Andalucía (única con tasas de escolarización menor del 90% de la
población de 3 años), mientras el País Vasco supera el 90% incluso de la
infancia de 2 años. La gratuidad promulgada por la LOE del segundo ciclo de
Infantil (3-6 años) es una mejora sólo para las Comunidades más retrasadas,
mientras que las demandas sociales en edades más precoces ya se desbordan en
las Comunidades mejor financiadas. En esta etapa, la subsidiariedad de la
concertada se manifiesta en el artículo 15, en donde se garantizan una oferta
suficiente en los centros públicos (además sólo con un incremento progresivo
desde la situación actual), mientras que apenas se esboza que “podrán
establecerse conciertos con centros privados”.
Son meramente declarativas
y sin previsiones las apuestas por la mejora de los idiomas (foráneos y
oficiales), que la LOE sigue sin apoyar más decididamente, o el aprovechamiento
de las tecnologías de la información y la comunicación, donde nuestro retraso
pedagógico comparado es deprimente. Igualmente las bibliotecas escolares quedan
simplemente citadas y no incentivadas.
La participación de las
familias podría acrecentarse asegurando, en función de la edad del alumnado,
porcentajes no inferiores a un tercio de padres adicionalmente a un sexto de
alumnos, en el artículo 126 sobre la composición del Consejo Escolar, para
mostrar quiénes son los destinatarios que justifican todo el servicio
educativo.
Respecto a la equidad
escolar, el creciente alumnado (propio y extranjero) con necesidad específica
de apoyo educativo por origen o minusvalía (sensorial, síquica o motora), e
incluso el de altas capacidades intelectuales, sigue en la ambigüedad o en la
inseguridad al asegurarse que las dotaciones para centros públicos y
concertados serán las mismas (artículo 72), mientras que simultánea y
posteriormente en el artículo 112, de medios materiales y humanos, se distinga
sutilmente entre sus apartados primero y siguientes. Inicialmente se menciona
expresamente a los “centros públicos” como aquéllos que deben ser dotados por
las Administraciones Educativas, mientras en los restantes párrafos sean los
“centros” genéricos los que atiendan a alumnado de educación especial,… Este
artículo debiera incorporar el detalle de referirse en todo momento a los
“centros sostenidos con fondos públicos”.
Preocupante resulta el
matiz establecido en el artículo 84, relativo a la admisión de alumnos, donde
se cita que “las Administraciones educativas realizarán una programación
adecuada de los puestos escolares gratuitos que garantice el derecho a la
educación”, pero sin mencionar la libertad de elección que corresponde a
las familias. En ese mismo artículo, falta la inclusión de un criterio que
facilite la continuidad pedagógica en un mismo centro, tanto en el caso de
titularidad pública como no pública. En el artículo 88, sobre garantías de
gratuidad, sigue sin aparecer el coste de los servicios complementarios de
transporte y comedor, que debieran recibir un tratamiento similar en todos los
centros sostenidos con fondos públicos.
Tampoco se acomete en esta
oportunidad un refuerzo de la formación inicial del profesorado de enseñanza
infantil, primaria y secundaria. La convergencia de las condiciones laborales,
profesionales y económicas del profesorado y del personal no docente, tanto de
centros públicos como concertados, queda en el limbo de los deseos, con una
confusa cita en el apartado 117.4 donde turbiamente se sugiere “posibilitar
la equiparación gradual de la remuneración (del profesorado concertado) con la
del profesorado estatal (sic)”. Como si no existiesen diferencias
salariales, incluso entre funcionarios docentes (respecto al “profesorado
estatal”, sólo el redactor sabrá a qué se refiere en niveles no
universitarios). Por último, en el capítulo del profesorado, la disposición
transitoria segunda podría extenderse más allá del 4-10-2010 el régimen de
jubilación voluntaria de los mayores de 60 años, a fin de rejuvenecer las
plantillas docentes.
Lo peor es el
mantenimiento de un sistema educativo basado en la oferta, y no en la demanda
familiar (artículo 109. 2). La misma consideración de la educación como
“servicio público”, quedaría mejor expresada como “servicio esencial” o de
“interés general”, con independencia de la titularidad pública o concertada del
centro elegido por los progenitores (situación a la que más se acerca en el
Estado la Comunidad Autónoma Vasca, por tradición y financiación). El progreso
hacia un sistema cooperativo, prestado por centros públicos y otros de
iniciativa social, se entorpece cuando se desiguala por titularidad, como en el
artículo 122.3 donde se concede que sólo los centros públicos podrán obtener
recursos complementarios. Esto es apropiado y novedoso, pero debiera abrirse en
las mismas condiciones a todos los centros “sostenidos con fondos públicos”.
Resulta
aberrante el apartado 3 del artículo 109: “En la programación de la oferta de
plazas, las Administraciones educativas armonizarán (sic) las exigencias
derivadas de la consideración de la educación como servicio público, con los
derechos individuales de alumnos, padres y tutores. Asimismo, conciliarán (sic)
la libertad de elección de centro con el principio de equidad, atendiendo a las
limitaciones materiales derivadas de la capacidad de los centros y de las
consignaciones presupuestarias existentes y al principio de economía y
eficiencia en el uso de los recursos públicos (sic)”. Discrepamos profundamente
de que la economía impida derechos fundamentales, o que éstos queden
restringidos por inciertas razones de supuesta eficiencia. Nefastamente, en la
redacción actual el Estado parece erigirse como único titular originario del
derecho a la educación, quedando las familias y los centros educativos
reducidos a concesionarios de tal derecho. A todos nos conviene que los padres
defendamos nuestro derecho a escoger el tipo de educación que preferimos,
incluida la formación moral y religiosa que responda a nuestras convicciones.
Nadie
discute la necesidad de una reforma educativa, cuando los datos negativos se
acumulan en informes internacionales o en comparativas de fracaso escolar. El
optimismo para que podamos competir con los mejores debe partir del máximo
realismo sobre nuestra posición de partida, así como de un amplio y
comprometido enfoque comunitario. Una Pedagogía del Éxito entraña que las
familias y los educadores mantengan expectativas positivas sobre las
capacidades de sus hijos y alumnos, para afrontan motivada y conjuntamente tan
decisiva tarea, solventando los problemas crónicos con ilusión y apoyo social.
Concluyendo: Conviven en
el Estado sistemas educativos muy diferenciados que la LOE debiera impulsar y
desarrollar mirando hacia lo mejor de Europa, nunca uniformar por abajo. En
general, nuestras posiciones educativas son mediocres o insuficientes respecto
a la Unión Europea, y entre los países de la OCDE. No es algo de extrañar, dado
que socio-culturalmente, económicamente y en esfuerzo educativo (interés
familiar y porcentaje del PIB) no destacamos especialmente hasta la fecha.
Sólo cuando la ciudadanía
presiona electoralmente, los poderes públicos y los dirigentes políticos
otorgan la merecida atención, prioridad y recursos a la educación, a la
universidad y a la investigación. Es el tiempo de los hechos. Rige un lema
magistral: 'Si alguien cree que la educación es cara, que pruebe con la
ignorancia'. Nuestro futuro individual y colectivo, a corto, medio y largo
plazo, depende básicamente de nuestra apuesta educativa. Ojalá el debate sobre
la LOE nos permitiese advertir la trascendencia de lo que está en juego.
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a partir del 18-10-2005 en los medios de comunicación colaboradores, como el
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